Límites | Marcar la cancha

Frente al gran número de derechos que hoy se les reconoce a los niños, muchos padres dudan o sienten culpa cuando intentan ponerles límites. ¿Cómo ejercer una autoridad saludable, necesaria tanto para el crecimiento de los chicos como para la armonía familiar? 
 

Poner límites no parecía ser una cuestión muy conflictiva para los padres de hace algunas décadas cuando las disputas se resolvían sin mucha vuelta y “porque lo digo yo”. Sin embargo, en la actualidad, con el reconocimiento de la importancia del diálogo con los hijos y de la explicación de determinadas decisiones, decirles “no” se ha convertido en una zona de dudas, culpas y miedo a equivocarnos y “traumarlos”.
En su libro Criar sin miedo, el psicólogo Miguel Espeche señala varias de las causas por las que hay tantas dificultades para ejercer sanamente la autoridad parental: el miedo a ser autoritarios; la dificultad de dejar la propia infancia de lado, trayéndola en forma de “amiguismo” con los hijos; el eterno miedo a ponerse los chicos en contra y no ser queridos por ellos, o la culpa por no estar en casa el tiempo ideal, sea por trabajar o por estar separados los padres, entre otras. Por eso, el ejercicio de la autoridad aparece como una “carga”, de la que intentamos zafar. Pero la simetría de roles no existe: los padres mandan y los hijos obedecen y el intentar vivir en una igualdad de roles ha hecho estragos en las familias, los colegios y las instituciones en los últimos tiempos. El desorden sin sentido tomó el poder dejando a las generaciones involucradas en un clima asfixiante de parálisis, desazón y vulnerabilidad (ver recuadro Cómo criar un tirano).

Territorios y funciones
Espeche señala que el límite no es sólo una fuerza que dice basta e interrumpe un movimiento de los chicos (como saltar sobre el sofá o apagar la tele para que se vayan a bañar): “los límites también marcan territorios y funciones pero muchos padres, al no saber muy bien cuál es su función o estar peleados con su propia función, no saben lo que tienen que hacer y ahí los chicos expanden su dominio frente a las cosas, expanden su conducta, gritan más fuerte, corren más rápido donde no corresponden, dicen impertinencias, porque están buscando justamente que haya alguien ahí enfrente y si esa persona está vacilante y diluida gritarán más fuerte y harán lo que tengan que hacer para que alguien en algún momento diga ¡Acá estoy!”.
Para Andrea Bolognesi (40) y Diego Becú (43) las charlas sobre la crianza de Carolina (3) son cotidianas. Ambos se preguntan cómo buscar la forma de poner un límite sin que ella lo tome como violento, cómo balancear el cansancio del día para no retarla sólo porque están agotados o se “sacaron” con una pavada. “A mí me cuesta ponerle límites o mantener una coherencia –se sincera Andrea- porque a veces cuando estoy cansada la dejo hacer cosas que en otro momento no la dejaría, entonces digo que se tome el jugo, o lo que sea”. En lo que también tratan de acordar es en no contradecirse ni desautorizarse mutuamente frente a la niña. “Si la mamá la reta, quizás yo la consuelo, no la dejo llorar mucho –cuenta Diego-, pero no desautorizo a la madre y le digo que tiene que hacerle caso porque si no la va a poner en penitencia”.

Ensayo y error
Otro de los temas que suele frenar a los padres en el ejercicio de su lugar de autoridad es el miedo a equivocarse en las decisiones que tomen o las sanciones que impartan. “Hay una sobreestimación de la equivocación, como si los padres a veces se creyeran neurocirujanos que si comenten un error el hijo se les quiebra o le destruyen el alma –observa el psicólogo-. Pero ni los padres están siempre en offside ni los chicos son de cristal”. Y da un ejemplo de cómo podemos ir corrigiendo una penitencia que quizás fue excesiva: si uno da un castigo de un mes, que después no puede sostener, quizás erró el cálculo de cuánto puede dejar sin televisión a un chico. Pero al otro día, uno como padre inventa un regla que va a abolir la anterior y puede decir “veo que estás mejorando tu performance y estás ayudando a la abuelita entonces he decidido bajar tu penitencia”. Y al otro día, con otra medida se baja un poco más. No es una huída despavorida, sino una retirada ordenada respecto del error. “Pero ahí viene la culpa –aclara Espeche- y se cree que uno tiene que quedar aferrado a una normativa que impartió o se rompe todo. Al confundir, culturalmente, autoridad con rigidez, lo único que nos queda es quebramos cuando hay algún problema operativo”.

Autoridad no es rigidez
Espeche sostiene que la autoridad es una función muy dúctil, fuerte y amorosa, que marca la cancha. Y comparando con el fútbol explica: “Es la línea de cal, si no hubiera una cancha no habría partido y la autoridad de los padres tiene que ver con marcar la cancha. Y se marca a través de los límites para que se pueda jugar el partido, no para que no se juegue el partido. Es necesario ver que los límites están para que se hagan las cosas no para que no se hagan”.
Diego y Andrea charlan también con otros padres y están atentos a recomendaciones de especialistas sobre cómo ser claros a la hora de poner un límite (sobre todo los que no son negociables como tocar el enchufe, cruzar la calle de la mano, y cualquier otro que ponga en riesgo al niño). Pero están más atentos aún a lo que su propia voz y sabiduría de padres les dice. “Para nosotros es un balance de cosas, ni dejarla llorar todo el tiempo ni dejar de retarla si hizo algo que no corresponde –concluye Diego-. Porque por más que uno lea El Libro Gordo de Petete sobre la educación de los hijos uno termina tanteando, aunque cueste”.

 

Recuadro 1
Restaurar el orden

La idea es restaurar el buen orden: a veces hay que hacer mucha más fuerza, a veces menos, a veces no es la fuerza lo que genera el orden, ahí está el arte de cada padre. A veces un grito bien pegado es como música celestial. El gran tormento de muchos padres es “en algún lugar hay un padre que lo está haciendo mejor que yo”. ¡Y no es así! Está bien eso que estás haciendo, sólo encárgate de hacerlo con amor. Y el amor a veces grita, a veces sacude, a veces pone en penitencia, a veces abraza, a veces manda al cuarto sin postre y a veces hace regalos. Todo eso hace el amor. Si no hay una idea diabética del amor: lo dulce y tierno es amoroso y lo áspero no es amor. Lo áspero en muchas ocasiones es amoroso, cuando uno le dice que no al chico, es amor también. El enojo de los padres es un instrumento, no hay que homologar enojo a violencia. Genera una gran confusión que todo enojo sea visto como violento. Es agresivo, pero no es violento. Es agresivo porque contraresta muchas veces un desorden del chico que, por ejemplo, escupe la comida a la abuelita. ¿Y qué? ¿Vas a hablarle? ¿A explicarle? No se explica. Se genera una intensidad que al chico lo pone en orden. A los más chiquitos no se les explica mucho, se les explica después de que pusiste las cosas en orden. Pero primero viene el gruñido. Hay que mirar cómo los monos y los leones interactúan con sus crías. Ahí entendés que es más gutural el asunto. En la comunicación con los chicos hay letra y hay música y hoy hay una sobreestimación de la letra cuando en realidad los chicos escuchan más la música.

Miguel Espeche es psicólogo especializado en temas de crianza y coordinador del Programa de Salud Mental Barrial del Hospital Pirovano (CABA) www.miguelespeche.com
 

Recuadro 2
Cómo criar un tirano

Emilio Calatayud es un juez de menores de España reconocido no sólo por la originalidad de sus fallos sino porque en sus charlas suele recomendar a los padres que lean la Declaración de los Derechos del Niño ya que vivimos en una época donde se han inflado los derechos de los pequeños pero tenemos problemas para hablarles de sus obligaciones (que las tienen, tanto a nivel moral como legal). Suele leer también un Decálogo para criar un tirano (donde ironiza sobre cómo crecen los niños consentidos) y señala la importancia de recobrar el lugar de la autoridad paterna, que nada tiene que ver con autoritarismo, porque si nos ponemos a la misma altura de los hijos, los dejamos huérfanos.